Con el corazón partido
- Marvin Galeas
- 14 feb 2020
- 3 Min. de lectura
En el ojo de la guerra donde se daban emboscadas y matanzas, bombazos, balazos, y gritos de dolor, relucían, de tanto en tanto, como megalito brillante en medio de lodazal, apasionadas escenas de amor. Una vez, por ejemplo, al comandante Carlos no le había alegrado en lo más mínimo el hecho de que sus tropas se tomaran la importante ciudad de Chinameca. Y no le había alegrado porque la novia lo había mandado al carajo en una discusión en medio de la balacera.
Al día siguiente por la noche, en la ciudad ocupada temporalmente, hubo un concierto musical con una popular banda de por esos tiempos. La cantante saludó al público, entre por ellos supuesto, decenas de combatientes. Estábamos a mediados de los ochenta en una de esas noches alucinantes que ocurrieron en la guerra. Las estrellas arriba y el viento frío abajo pusieron aún más melancólico al comandante. "¿Cuál canción quieren escuchar?", preguntó la cantante.
Entonces Carlos subió a la tarima, tomó el micrófono y le contestó ante la mirada asombrada de todos: "Terminá de matarme mamacita, que de todos modos tengo el corazón hecho pedacitos. Cantá por lo que más querrás, Tu Cárcel, de los Bukis". Y luego, aquel bravo guerrero, bajó arrastrando los pies y masticando los terribles vidrios del despecho. Otros combates, de todos modos, esperaban su concurso.
Un par de años después, uno de los más temidos jefes del norte de Morazán, Ramón, se fue por unos meses a una misión hacia el sur oriente. Tenía 22 años, tez morena y mirada de tigre. Musculoso y de mediana estatura, parecía un cacique indio de leyenda. Solía decir que su más grande alegría era el combate. Dejaba en el campamento a su compañera: Miriam, 18 años, piel blanca, ojos negros como la noche en la que parió su madre.
Cuando Miriam se bañaba, quebrada arriba, frotándose el espectacular cuerpo semi desnudo, en donde las gotas de agua helada Del Río Sapo repercutían en la punta de unos pezones rosas y libres, se estremecía la montaña y suspiraba el hombreo. Se quedaba, pues, Miriam sola con sus fantasías y fuegos de mujer de altas pasiones. Ramón se quedó más tiempo del programado. A ella, de casquivana naturaleza, se le desbocaron los caballos del deseo (¿Oh que será, que será? que vive en las ideas de los amantes, que cantan los poetas más delirantes. Que no tiene gobierno, ni nunca tendrá. Lo que no tiene juicio). Y se enamoró de Pedrón, un gigante como hecho de ébano, en donde sobresalían bíceps y tríceps, la mandíbula de acero y el cabello de alambre.
Pedrón y Miriam se solían amar desde el atardecer hasta altas horas de la madrugada en aquellos charcales mudos y hasta asustados de tanta pasión. Pero Ramón regresó un día y se encontró con que no había perdido la guerra pero sí a la mujer de toda su vida. Se encararon un día los rivales. Platicaban con car de circunstancias a la sombra de un conacaste. Las miradas serias, las palabras como navajas y fusiles tensos, colgando de la rama de un árbol.
Pedrón fue noble y dijo para terminar la plática: "Es tuya". Ramón la tuvo otra vez, entre alegre y herido, pero solo por unos días, porque ni ella ni ninguna mujer es pieza que se pueda cambiar o devolver. Miriam regresó con Pedrón. Y Ramón, invicto de todos los combates, aceptó aquella derrota del alma y se alejó pensando quizá como dice hoy en día una canción: "Para que me curaste cuando estaba herido, si hoy dejas de nuevo el corazón partido"

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