Mujeres
- Marvin Galeas
- 6 mar 2020
- 3 Min. de lectura
Ella tenía la decisión de morir, los ojos negros y la piel tersa de las mujeres bonitas. Los esbirros llevaban largos minutos, horas, días, semanas golpeándola con bastones de hule, aplicándole choques eléctricos en las partes más sensibles, la dejaban toda la noche desnuda amarrada en una silla con el aire acondicionado al máximo. Ella nunca dijo nada. Y la siguieron jodiendo hasta que la mataron, según nos contaba un desertor de aquellos tiempos.
La mayoría de guerrilleros capturados cantaron en las primeras de cambio. Por el contrario casi todas las guerrilleras mantuvieron el silencio a pesar de las torturas. Conocí a algunas de ellas y siempre me asombró la dualidad de sus gestos y modos.
Eran alegres pero lloraban al oír una canción que les recordara un mal amor. Tenían miedo a los espantos de la noche pero eran capaces de batirse a tiros contra la ruda soldadesca, sin que les temblara el pulso. Eran tiernas y duras, cálidas y frías. Combatían con mirada de hielo y amaban con la piel en llamas.
Conocía a otras mujeres de antes de la guerra como mi abuela Herminia, voluntad de acero, y Raquel, ojos de miel oToña, corazón de azúcar. Mujeres enormes que libraron batallas cotidianas anónimas pero no menos heroicas.
Conocí a las que llegaron a la casona como sirvientas con sus tanatillos de vestiditos humildes en una bolsa de papel. Las recuerdo criando amorosas los hijos de otros, soplando en las madrugadas de pueblo el fogón de leña y haciendo mil cosas todo el día hasta caer muertas de sueño en tijeras de lona para comenzar, con los primeros gallos, una y otra vez.
Casi nunca tenían novio formal como las tías y las primas, a quienes los enamorados les llevaban serenatas y les recitaban poemas de Manuel Acuña.
Pero cuando el fuego del deseo les retozaba en la piel, les hacía morderse los labios y suspirar con desorden, no se andaban con babosadas de canciones y se fugaban de madrugada con el Guardia Nacional o el cobrador de bus. Y se iban con el mismo tanatillo de ropas humildes con el que habían llegado años atrás, nada más.
En la primaria sólo tuve maestras: Haydée en primero, Armida en segundo, Marta Gloria en tercero y Juana Clelia, desde cuarto hasta sexto. Me encantaban sus olores, sus sombrillas para el sol, sus maquillajes sobrios y sus medias de seda. Ellas me enseñaron a leer y escribir, sumar y restar, los montes y los ríos, las palabras y la historia. Me dieron coscorrones y me besaron las mejillas.
Me enseñaron a limpiarme las uñas, lustrar los zapatos, querer a la patria y respetar a los mayores.
Fue una maestra de ciencias de octavo grado y de ojos claros, cuerpecito de flauta y voz dulce la que despertó mis primeras fantasías de amor. Por amor a ella aprendí la fotosíntesis, y a querer a los planetas y los metales, a los cetáceos y los anfibios y los vertebrados.
Conocí mujeres grandes que para criar a sus muchos hijos solitas, tuvieron que trabajar por dos, robarle horas a la noche, ahorrar hasta el último centavito, rezar a todos los santos para que nunca, Dios mío, les faltara comida, ropa y educación a los niños. Y nadie las vio llorar, no porque no lo hicieran, sino porque por dignidad se escondían para desahogar sus penas y aferrarse a la esperanza. Y ahora tienen buenos hijos que las quieren y las cuidan.
Vivo con una esposa, tres hijas, una empleada y una perrita. Mi casa huele a esencias de olores suaves, predominan los colores rosas y pastel; las palabras suaves y los gestos coquetos. Un universo femenino donde mi ropa aburrida, mis gestos bruscos, mis partidos de fútbol y mis zapatos de cinta desentonan totalmente. Amo a estas mujeres: Sandra, eterna; Jeannette, dulzura; Marcelita, ternura; Abril, alegría; Michelle, reencuentro.
Ellas me enseñaron que el espejo de Venus es más sereno, más dulce, más listo y más fuerte que el escudo de Marte. MÁLDITO EL QUE LAS MALTRATE, LAS ACOSE, LAS HUMILLE, LAS IRRESPETE. SON LAS MUJERES: MAMÁ, NOVIA, ESPOSA, COMPAÑERA, HIJA, HERMANA, AMIGA, EL MÁS GRANDE REGALO DE DIOS.

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