LA INCREÍBLE HISTORIA DE CÓMO CONOCÍ A MIRZA, MI ESPOSA (FELIZ CUMPLEAÑOS)
- Marvin Galeas
- 27 feb 2020
- 4 Min. de lectura
Un cielo estrellado cubría Tegucigalpa. Como siempre, el mes de noviembre, con su brisa fresca y sus luces navideñas, sembraba esperanzas y arrancaba sonrisas. Una pareja como cualquiera otra conversaba alegremente en las oficinas de Hondutel, mientras esperaba realizar una importante llamada a San Salvador. Ambos eran jóvenes. Parecían estudiantes. Pero las apariencias engañan. Él era “Chico”, alto, blanco, delgado y de lentes claros. Ella era “América”, delgada, piel canela, ojos profundos y facciones finas. Ambos eran miembros del Ejército Revolucionario del Pueblo, una de las más fuertes organizaciones de la guerrilla salvadoreña. “Chico” era miembro de la máxima dirección, venía del frente paracentral. Iba para Managua. “América” formaba parte del aparato clandestino conspirativo en Honduras, donde se vivía 24 horas con los nervios en tensión. Era 1981.
Un agente de la inteligencia del gobierno salvadoreño, que había ido a la hexagonal de fútbol donde El Salvador clasificó al mundial de España, reconoció a “Chico”. Alertó a la tenebrosa policía política de Honduras y, en pocos minutos, decenas de sujetos de civil y armados hasta los dientes llegaron a la oficina de telégrafo en vehículos de vidrios polarizados y sin placas. La sorpresa no dio tiempo para resistencia alguna. Se llevaron a “Chico” y “América” con rumbo desconocido. Esa misma noche comenzó la clásica y espeluznante ceremonia del interrogatorio, con las consabidas técnicas de tortura. Pero “Chico” no abría la boca. A “América” la aislaron en una celda aparte y amenazaron con hacerle “cosas terribles” si no cantaba. Pero no la golpearon. “América” dijo que no sabía por qué estaba allí, que ella acompañaba al “muchacho” porque él la había llamado. Que era de Taulabé, que se llamaba María y que trabajaba en un burdel. “América” recordó el nombre de un sórdido lupanar que estaba a pocas cuadras de la casa de seguridad. Mientras tanto, en Managua, las luces de alerta se habían encendido. Esa misma noche me dieron la tarea de redactar un comunicado denunciando la captura de ambos. A “Chico” lo había conocido unos meses antes. A “América” sólo le había escuchado la voz a través de los radios inalámbricos que servían para enlazar a todos los frentes de guerra y los aparatos clandestinos. Cuando hablaba con ella trataba de imaginarla físicamente. No sé por qué tenía una fijación con esa mujer desconocida. Ella tenía 21 y yo 22.
Redacté el comunicado y lo envié vía radio a las agencias de noticias y vía comunicaciones inalámbricas a la Radio Venceremos en Morazán. Me angustié por la suerte de ambos capturados, pero sobre todo por ella. Pocos días después supe que la policía política hondureña había dejado en libertad a “América”. “Chico” siguió preso, hasta que una combinación de presiones diplomáticas de los gobiernos de Panamá y Francia y de amenazas del ERP de llevar la guerra a Honduras hizo que el presidente Policarpo Paz ordenara su libertad. Pocos meses después, en marzo del 82, camino al frente de guerra, en Tegucigalpa, la conocí. Fue ella, en un rápido encuentro en un centro comercial, la que me entregó los documentos que me servirían para trasladarme sin problemas de seguridad hasta el punto fronterizo, donde me introduciría de manera clandestina a El Salvador. El encuentro fue tan rápido que apenas dio tiempo para intercambiar media sonrisa y unas cuantas palabras.
Pasaron muchos años de guerra. En los amaneceres húmedos del invierno y en las noches de luna llena, haciendo posta, se me venía a la mente aquella sonrisa y la mirada limpia de aquella muchacha de piel canela. Una vez, cuando Ana Lidia llegó al frente, le pregunté por ella. Me contó que ella era seria, callada, inteligente y un poco tímida. Otros peregrinos que venían de Managua la describían como trabajadora y leal. Supe que había sido primera bachiller opción matemática y que por ello en 1976 el entonces presidente Molina le había regalado una pluma de oro. Pasó casi una década de guerra real y de amores de fantasía.
Cuando regresé a Managua, tras más de dos mil días con sus noches, con la muerte y la vida colgando de un hilo que nunca se reventó, me la encontré. Vestido blanco, delgada como novia de Peter Pan. Nos hicimos amigos, almorzábamos juntos y en los ratos libres paseábamos por la finca, que servía de cuartel general en las afueras de Managua. Un día le conté que yo había redactado el comunicado cuando la habían capturado, nueve años atrás. Le pregunté que cómo había logrado que la dejaran tan rápido en libertad.
A la mañana siguiente de haberles dicho a los interrogadores hondureños que trabajaba en un burdel, llevaron a la dueña del negocio para que dijera que si en verdad conocía a aquella muchacha que decía llamarse María y ser originaria de Taulabé. La matrona, piel blanca, pasadita de libras, boca pintada de carmín encendido, cincuentona, la miró un rato y dijo a los policías: —“Si trabaja conmigo, se llama Vanesa”. —“Pero ella dice que se llama María”. —“Así es, pero los clientes prefieren acostarse con muchachas que se llamen Vanesas y no Marías”. Ambas mujeres salieron juntas del cuartel. Ya lejos de allí se abrazaron y lloraron. “Ay mamita”, dijo la matrona, “no sé en qué babosadas andás metida, tené cuidado porque en la otra te van a matar”. Le dio unos lempiras para un taxi y desapareció doblando una esquina.
Han pasado tres décadas desde entonces. Hoy 27 de febrero que es su cumpleaños, pienso que aquella mujer era un ángel disfrazado de alcahueta, cuya actitud de infinita solidaridad sin interés alguno permitió que mis tres niñas nacieran y fueran la alegría sin cesar del amor que nació, creció y se mantiene con más intensidad en las fronteras de la realidad, la fantasía, lo cotidiano y el misterio. Te amo Mirza. Mi verdadero ángel. Feliz cumpleaños.

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