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El Fusilamiento de Miguel Ramírez

  • Foto del escritor: Marvin Galeas
    Marvin Galeas
  • 13 nov 2019
  • 3 Min. de lectura

Frente al pelotón de fusilamiento el comandante Miguel Ramírez se portó con hidalguía. Se dirigió primero a toda la tropa de la Brigada Rafael Arce Zablah. Aceptó sus culpas y pidió que lo tomaran como un ejemplo no digno de imitar. Estaba lívido. Los labios pálidos. Los ojos desencajados y vacíos. Tenía la certeza de la muerte clavada en pleno pecho.


El invierno de 1983 había sido particularmente copioso. El suelo del norte de San Miguel estaba convertido en un pantano. Era un día particularmente gris y, pese al mal tiempo, no se movía ni una hoja. El comandante Miguel Ramírez fue llevado frente al pelotón que lo iba a pasar por las armas. Cerró los ojos y apretó los dientes. Se puso a esperar la muerte como quien espera el último tren para el infierno. A lo lejos se escuchaban explosiones y rumor de helicópteros. La banda sonora de la guerra.


A mediados de 1981 lo habían nombrado jefe del frente occidental Feliciano Ama. Miguel, que tenía poco más de 20 años, era uno de los miembros más jóvenes del comité central del grupo guerrillero, al que se había unido desde la adolescencia. El comité central era una especie de grupo elite integrado por "los cuadros sencillos, humildes y abnegados", a juicio de los jerarcas del grupo. Es decir, representaba los "valores del proletariado". Un hombre de vanguardia.


El frente occidental era el más débil de la guerrilla. En enero de 1981, la Fuerza Armada aniquiló a una columna guerrillera en Cutumay Camones, en la zona rural de Santa Ana. Decenas de incipientes combatientes murieron. Fue la más aparatosa derrota sufrida por la guerrilla en toda la guerra. Desde ese momento el frente occidental nunca pudo ser estructurado como tal. Miguel Ramírez trató, pero no pudo.


En 1983 se realizó una reunión clandestina de jefes guerrilleros en San Salvador. Trasladándose en la ciudad de un lugar a otro, un grupo de hombres armados hasta los dientes y vestidos de civil lo capturó. Tiempo después él contó que lo habían llevado a una casa particular, donde lo interrogaron y lo torturaron. En un descuido de sus captores, de acuerdo con su testimonio, se escapó. Llegó como pudo a las bases guerrilleras del cerro de Guazapa. Se reincorporó a las columnas militares. Mientras tanto, en San Salvador la policía capturó a otros jefes clandestinos en sus propios escondites. De inmediato las sospechas cayeron sobre Miguel Ramírez.


Lo desarmaron, lo capturaron y lo enviaron a la zona oriental. Nunca supe cómo fue el proceso que acabó con un veredicto condenatorio. No sé si tuvo un defensor y si hubo alguien que actuó como fiscal. En realidad no sé si hubo un proceso. Lo cierto es que en los nunca escritos códigos guerrilleros la traición se pagaba con la muerte. El delito de Miguel, según se nos comentó después, fue no haber resistido las horrorosas torturas. Haber dado información valiosa a cambio de vivir. De haber sido cierto, fue un momento de debilidad lo que le costó posteriormente la vida.

Parado frente al pelotón de fusilamiento, con los dientes apretados y los ojos cerrados, Miguel quiso morir con dignidad. Como suele ocurrir en los países con sistemas comunistas, se autoculpó y elogió a sus acusadores. Quizá en su último pensamiento recordó los días de su febril militancia estudiantil. Su sueño con el paraíso de la igualdad y el hombre nuevo. No lo sé.


No puedo recordar a Miguel Ramírez como un traidor. Me parece grotesco. Lo recuerdo como a un cipote delgado y moreno, lleno de entusiasmo e ilusiones, que un día conocí en Managua, antes de irnos para el frente de guerra. Paradojas de la vida. Muchos de los que tomaron decisiones como la de "ajusticiar" en sumarísimo juicio a Miguel Ramírez, hoy, la cara lavada, se rasgan las vestiduras y arremeten contra el endurecimiento de las penas contra los más deleznables malhechores.




 
 
 

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©2019 por Memorias en la web de Marvin Galeas.

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