El Pacto de Sangre
- Marvin Galeas
- 20 dic 2019
- 4 Min. de lectura
Estábamos en séptimo grado cuando Hernán Romero Perla, Omar Benavides y yo decidimos hacer un pacto de sangre. Nos cortamos la yema del dedo índice, juntamos nuestras manos, mezclamos nuestra sangre y nos juramos amistad para toda la vida. Con Nan, como le decíamos, habíamos sido compañeros desde primer grado, en la escuela de Jocoro. Omar se nos unió luego de que su familia, que había tenido mucho éxito en Honduras, fuera expulsada de ese país durante el conflicto de 1969.
La mamá de Nan, Doña Pacita, tenía una panadería. Con ese pequeño negocio logró proporcionar una buena educación a todos sus hijos. “Dios me ayuda, porque el pan es bendito”, solía decir. Los padres de Omar, en cambio, tuvieron que empezar de cero. Pero con mucho esfuerzo emprendieron un negocio de distribución de granos básicos, que les permitió salir adelante. Mis abuelos eran los dueños de la tienda que quedaba justamente frente al parque.
En esa tienda, no exagero, había de todo: desde un atado de dulce de panela, pasando por telas y perfumería, sombreros y zapatos, camisas y pantalones para caballeros, fantasías y carteras para damas, pastillas de cuajo y ganchos sandinos, hasta distribución de granos básicos y alimento para ganado al por mayor. Era una casona inmensa en donde nos perdíamos Nan, Omar y yo, entre deberes y pláticas de niños. Otras veces nos reuníamos en la casa de Nan, donde Doña Pacita nos regalaba trozos de pan relleno con chocolate; o en la casa de Omar, donde doña Lidia, su mamá, nos hacía marañones en miel.
Cursamos juntos séptimo, octavo y noveno grados. Nos enamoramos de la misma chica, nos peleamos y cuando la muchacha por fin se decidió por alguien (que no fue por ninguno de nosotros tres) nos volvimos a reconciliar. A Omar y a mí nos encantaba la música de Santana, Chicago y Joe Cocker; a Nan le gustaban las baladas de Los Galos, Los Ángeles Negros y Sandro.
Juntos probamos, a escondidas, el primer cigarro, pero después de la paliza y la respectiva regañina de nuestras madres, decidimos mantenernos al margen. Omar fue el primero en tener novia. Nos contó detalladamente todo el procedimiento de la conquista y también la aceptación. No describió las sensaciones, emociones y palpitaciones del primer beso. Nan y yo lo escuchábamos con los ojos muy abiertos y el aliento cortado.
Omar demostró desde pequeño un especial talento para las matemáticas y los negocios. Nan, por su parte, fue siempre el más aplicado y ordenado en los estudios. No hubo deber que no llevara ni ecuación matemática que no resolviera. Por mi parte, mi pasión era la historia, la literatura y leer cuanto caía en mis manos. Al terminar el noveno grado, Nan y Omar se fueron a estudiar bachillerato a San Salvador, y yo, a Costa Rica. Nos separamos por muchos años, pero nunca olvidamos aquel pacto de sangre.
Pasados los años de la guerra, nos volvimos a juntar. Omar se graduó en Economía, se casó con Evelyn y emprendió su propio negocio. Nan se graduó de ingeniero civil y de licenciado en Administración de Empresas, se casó con Rosita y también montó su propia compañía. El reencuentro, hace unos diez años, en la casa de Omar fue muy emotivo. Allí estábamos los tres amigos de la infancia, con nuestras esposas e hijos, de nuevo juntos y felices.
Nos visitábamos de tanto en tanto. Hablábamos por teléfono. Compartimos nuestras tristezas y alegrías. De manera repentina, Nan se enfermó y lo internaron en un hospital. No me preocupó mucho porque sé que es fuerte. En efecto se recupera... pero una extraña bacteria nosocomial (¡qué nombre más espantoso), lo hace recaer. Lo que parecía una recuperación rápida se vuelve una lenta agonía de semanas.
El lunes me llama Omar y me dice “se nos fue Nan”. Siento que se me aflojan las rodillas y una extraña sensación de sopor me invade la cabeza. Es el primer amigo de la infancia que se me muere. Precisamente uno del pacto de sangre.
En el cementerio, me despedazó el corazón ver a Rosita y sus niñas de la misma edad de mis hijas, en aquel entonces, llorando. Sobre todo, me partió el alma la más chiquita, que entre lágrimas sólo decía “mi papi, mi papi”. Y pensé en mis hijas.
Pensé en mi vida y en mis prioridades. Caigo en la cuenta de que muchas de esas cosas que nos preocupan y agobian la cotidianidad son absolutamente nada comparado con el dolor de esa niña querida. Pienso que nada, absolutamente nada, por grande que fuera, se compararía con volver a la vida a Nan y volvernos a ir con Omar a bañarnos al río del pueblo y a pelear por las novias.
Decido entonces, frente al ataúd de Nan, vivir la vida más plena, disfrutar más el presente, abrazar más a mi esposa y a mis hijas, querer más a mis amigos y tratar ser cada día mejor. Ése es el legado de Hernán Romero Perla en los que lo queremos.

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