El último hippie
- Marvin Galeas
- 31 ene 2020
- 3 Min. de lectura
La noticia me golpeó hondo en el alma. Allí estaba en el diario la foto de Roberto, tirado, al lado de un taxi, en una calle del barrio San Miguelito. La noticia decía que había muerto luego de un enfrentamiento con la policía. Las circunstancias eran confusas. Era el segundo de mis amigos que moría a balazos en menos de quince días, en aquel julio fatídico 1980.
Eran tiempos de sangre y pelos de punta. No había lugar para medias tintas. Conocí a personas de pensar sereno orillados, de pronto, a asumir posiciones extremas en uno u otro bando. O eras o no eras. La sociedad fracturada. Los odios a flor de piel. Y, empujado más por emociones que por reflexiones decidí un día, como el Mambrú de la canción, irme a la guerra.
En la víspera de la partida, cuando todo mundo parecía andar de prisa y en extrañas diligencias, me encontré frente al café vacío de poetas, a Pedro Portillo. La tarde era gris y el ambiente olía a tormenta. Pedro, como siempre, tenía un aire de “la cosa no es conmigo”. Vestía una camisa de manta de varios colores, jeans y sandalias. Cabello largo y barba crecida. Varios collares hechos de piedras preciosas colgaban de su cuello, pulseras de jade en las muñecas y un muestrario de anillos en los dedos.
“Me voy Pedro, esta cosa se jodió”, le dije a manera de despedida. Entonces Pedro sacó del morral de cuero, que siempre colgaba de su hombro, una especie de pluma de ave rara. Era larga y de color celeste, con lunares azules y verdes. Sin decir palabra, me la pasó por los brazos, el cuello y la cabeza. Le pregunté qué significaba aquel ritual en plena calle. “Es para que nunca te pase nada”, me dijo. Esa fue la última vez que lo vi antes marchar al frente de batalla.
A Pedro Portillo lo conocí a mediados de los setenta en el café de los poetas. Allí llegaba a conversar de teatro, poesía y música, o a negociar vasijas de barro con códices mayas que él mismo dibujaba y que no pocos creían que eran auténticas. Yo era por entonces un adolescente, más bien conservador, pero con muchas inquietudes y curiosidades. Me hice amigo de Pedro y de los poetas.
Me contó de cómo se convirtió en hippie en San Francisco, en la época precisa del surgimiento de ese movimiento de la contracultura. Eran los tiempos de la reacción juvenil al creciente consumismo materialista, de rechazo a la guerra de Vietnam; todo con música de fondo de Janis Joplin, Jimmy Hendrix, Joan Baez, Joe Cocker, Jefferson Airplane, entre otros. Pero era un rechazo pacífico. “Hagan el amor y no la guerra”, “Amor y paz”, decían sus consignas.
Pero Pedro era también medio brujo. Me contó de sus experiencias con el mundo mágico de los indios yaquis de México, para quienes ciertas drogas no son un fin, sino elementos importantes en rituales religiosos. Vi sufrir a Pedro por el amor imposible de una mujer con cuerpo de flauta de quien quemó todas sus fotos y dibujos mientras escuchaba, melancólico, música de Bob Dylan. Las historias de Pedro Portillo eran una mezcla de realismo sicodélico, maravillosa inventiva y riqueza narrativa en donde uno nunca sabía en qué momento terminaba la verdad y comenzaba la genial invención.
Y mientras el país se desbarrancaba por el abismo de la guerra, Pedro tomó partido, de verdad, por la no violencia. Nunca fue amigo del poder. Más bien lo detestaba. Pero no lo combatía. Simplemente no se mete con él, ni deja que el poder se meta con su vida. Nunca ha tenido tarjetas de crédito, ni ha votado por nadie. Jamás ha firmado ningún contrato, ni se ha comprometido con absolutamente nada. Pero aquella tarde, en las vísperas del incendio, me frotó un amuleto para la buena suerte.
Después de 12 largos años de peregrinajes, balas, sustos, bombardeos y angustias, me volví a encontrar, emocionado, con mi amigo Pedro. No pienso mucho en la magia, ni en amuletos de la buena suerte, pero lo cierto es que de la guerra salí vivo y sin ningún rasguño. Pedro sigue igual que en los sesentas: es, en El Salvador el último hippie.

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