top of page

La Casa de los Perla

  • Foto del escritor: Marvin Galeas
    Marvin Galeas
  • 13 dic 2019
  • 4 Min. de lectura

Después de la trágica noche provocada por los ladrones en el corazón de la hacienda La Candelaria, Juan Pablo y Herminia decidieron irse para cualquier lado. Había sido el cuarto o quinto robo en los últimos meses.

Pero esa última vez, los maleantes se habían ensañado. Se llevaron todo lo que pudieron y lo que no, lo quemaron. Fue una noche de remolino de machetes. Las mujeres corrieron a esconderse en los matorrales y los hombres resistieron, sin resultados, hasta las primeras luces del alba. Los primeros rayos del sol encontraron a los Perla entre escombros humeantes y reses muertas.

Juan Pablo, alto, delgado, talentoso violinista, se había enamorado de su prima Herminia, ojos miel, pelo castaño, esbelta y carácter de hierro. Fundaron allí, donde ahora era sólo un panorama desolado de brazas y horcones encendidos, una estirpe donde el apellido Perla se multiplicó: Herminia Perla y Perla de Perla y Perla.

Se fueron al atardecer, en una carreta de bueyes. Sólo llevaban algunas pertenencias, unos cuantos pesos y a su mayor tesoro, Raquelita: blanquita, ojos miel como su madre, pecas hasta en las uñas, castañita y de mirada atónita. “Vamos a Jiquilisco, dicen que allí se puede hacer pisto”, había dicho Juan Pablo. Herminia aceptó. Y para allá se fueron. Pero la carreta no pudo más después de varios kilómetros recorridos. Estaban en la entrada de Jocoro.

Y allí se quedaron. Al cabo de unos años, Juan Pablo y Herminia, que habían comenzado en una casita alquilada una venta de dulce de laja y granos básicos, eran propietarios de una casona, frente a la plaza, donde vendían de todo: Forraje para el ganado, telas, camisas, agua florida, zapatos siete leguas, cal, sal, pastillas de cuajo, ungüento La Campana, libros Mantilla, mecates para campistos, sombreros de palma, ganchos sandinos, brillantinas para el pelo, lociones y desodorantes para guardias nacionales.

El negocio se expandió a Honduras. Compraron dos camiones. Juan Pablo se encargó de los camiones, mientras Herminia, con mano de hierro y sentido común, manejaba la tienda. La casa se fue poblando: hijos, sobrinas, dependientas, mozos y cocineras. Entre los llegados de afuera, sobresalía la figura de don Jacobo, el motorista de los camiones. Era alto, moreno y flaco. Sabía inglés y era aficionado al béisbol de las grandes ligas.

Con lo que ganó con un billete de lotería premiado, compró un escarabajo azul, cuyos motores escandalizaron las madrugadas pueblerinas. Don Jacobo se instaló en una pieza de la casona, donde pasaba oyendo a Glen Miller, Carlos Gardel, Luis Alcaraz, Nat King Cole, La Billo’s Caracas y Lucho Gatica. Leía diccionarios Larousse y revistas Selecciones. Era el más culto de todos los motoristas.

Raquelita, luego de un matrimonio fallido, había regresado con sus tres varoncitos a la casona. Sus hermanas Eva, la dulce, y Minita, la bonita, las bichas, estudiaban en el colegio Bautista de Santa Ana. Otoniel, el santo, estudiaba en el colegio Adventista de Costa Rica; Pablo, el perseverante, y Toyo, el guapo, vivían una adolescencia inquieta y temeraria, entre escapadas y regaños de pastores. Las cocineras y dependientes se enamoraban de los mozos del camión, y las sobrinas suspiraban por los jefes del telégrafo, los profesores y los sargentos de la Guardia Nacional.

En la casa de los Perla, había siempre una jarrilla de café caliente, un bolero sonando “Viajera que vas, por tierra y por mar...”, un negocio en marcha, una cocinera enamorada, alguien despidiéndose, alguien regresando. Toyo, el guapo, tuvo amores de adolescente con Marina, una huérfana de piel oscura y mirada triste, a la que Herminia crió desde que la encontró abandonada a los ocho años en la puerta de la tienda. Nació Mauricio, pelo rubio y piel blanca. Marina se fue y Herminia fue desde entonces la verdadera madre del niño.

Los años pasaban. Juan Pablo murió. Los hijos se graduaron y se fueron. Las cocineras y dependientas se fugaron con los mozos. Las sobrinas se casaron con sus respectivos telegrafistas y clientes de tienda enamorados. A los hijos de Raquelita, los nietos, les dio por meterse a la aventura guerrillera, de la cual regresaron un buen día con desencantos e historias maravillosas que no sorprendieron a Herminia.

La casona de los Perla se fue quedando sin alegrías y sin ruidos. Mauricio, el rubio, el hijo de Toyo y de Marina, tuvo amores de adolescente con la última de las domésticas y nació en un camastrón, el mismo donde nació Mauricio, una niña de mirada profunda y gesto noble. Herminia le cortó el cordón umbilical y pensó que la criatura había nacido al amanecer en la más absoluta soledad. En ese mismo momento decidió su nombre: Alba Soledad. Hace seis años regresé a la casona. Herminia, la abuela, había muerto. Al pie del cañón. A la par de la gaveta de la tienda.

Estábamos todos: los hijos, los nietos, las sobrinas, las cocineras, las dependientas, los mozos. Luego del entierro, Oto, el santo, decidió clausurar la casona. Todos nos fuimos, echamos un último vistazo, allí donde crecimos, jugamos y amamos. La última en salir fue mi prima, una de las más queridas: Alba Soledad Perla y Perla.




 
 
 

Comments


Post: Blog2_Post

©2019 por Memorias en la web de Marvin Galeas.

bottom of page