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La vida sin Blacky

  • Foto del escritor: Marvin Galeas
    Marvin Galeas
  • 15 ene 2020
  • 4 Min. de lectura

Fue mi suegra quien lo llevó a casa. Era negro como un teléfono antiguo. Una franja blanca en el pecho y una divertida barbita le daban un aire de Mandrake, el Mago. Como miembro pleno de la familia lo bautizamos con el nombre completo de Blaquiberto de los Ángeles Galeas Echeverría, conocido en el mundo de los perros con el nada original nombre de Blacky.


Nunca supimos exactamente su raza ni su pedigree. A él eso parecía no importarle mucho. A nosotros tampoco. Con el tiempo la barbita le creció un poco más, aunque se quedó un tanto enano. Sin embargo, se daba ínfulas de guardián de casa que por ratos metía miedo. No fueron pocas las ocasiones en que nos colocó en serios aprietos por su franca animadversión por los motociclistas. Una vez derribó a un sujeto con el cual tuve que llegar a una tensa conciliación extrajudicial para evitar un escándalo. El muchacho me quería cobrar una verdadera fortuna, aduciendo que la vida se le escapaba por un breve raspón en la rodilla derecha.


Odiaba los paseos y cadenas. Siempre se las arreglaba para escaparse suelto. Su incorregible costumbre de romper bolsas de basura ajena fueron un dolor de cabeza permanente y fuente de continuas amenazas de envenenamiento por parte de una malhumorada vecina. Pero tenía su lado absolutamente querible.


Él y yo, en una casa donde habitan una esposa, tres niñas y una empleada, éramos los machos, en el sentido biológico de la palabra. Para mis hijas era una especie del hermanito varón que nunca tuvieron. Y para mí, el inseparable compañero de aventuras nocturnas (aunque nunca pasamos del parque de la colonia).


Un día nos avisaron que Blacky andaba por las calles caminando raro y con los ojos extraviados. Teniendo claro que a pesar de todo, mi perrito vivía una vida libre de drogas y alcohol, sospeché que la cosa tenía que ver con el envenenamiento. Lo encontramos tembloroso y con la mirada perdida.


Le dimos leche tibia, lo cobijamos y lo llevamos de emergencia a una clínica veterinaria. Por el espejo retrovisor del carro miraba, de tanto en tanto, su mirada suplicante. “Saldremos de ésta, amigo mío”, le decía yo mientras hundía el pie en el acelerador.


El médico lo metió en una especie de sala de cuidados intensivos. Y luego de un tratamiento que no estuvo exento de inyecciones, pastillas y frotaciones de aguas medicinales, lo volvió, para alegría de todos, literalmente a la vida. Algún tiempo estuvo tranquilo y bien portado. Pero como al mes volvió a las andadas: escaparse para perseguir motociclistas, embarazar perritas y ¡ay! romper bolsas de basura. Pero su miradita traviesa, su alegre despertar, su colita moviéndose de alegría cuando el Real Madrid metía goles nos hacía que le perdonáramos todo.


Un día, aprovechando como siempre un descuido, se fue a dar una vuelta por la cuadra. Nunca más regresó. Lo buscamos por todos lados. Como ya estaba amenazado. nos aterraba el hecho de encontrar su cadáver tieso en algún matorral. Preguntamos, investigamos. Unos decían que lo habían visto salir de la colonia y agarrar como quien va para la Plaza Merliot. Otros aseguraban que se lo llevaron unos tipos que andaban en una camioneta de vidrios polarizados. No faltó quien alegó que se fue con una provocativa perra callejera. Personalmente sospechamos siempre de la vecina mal humorada. Lo cierto es que Blaquiberto de los Ángeles Galeas Echeverría desapareció hace dos años.


La primera noche sin el perrito fue terrible. Nos atenazaba la incertidumbre. Mis hijas, que ya habían pasado por las traumáticas muertes de Pancho y Corina, mis periquitos australianos fallecidos tras mojarse en una tormenta, preguntaban: ¿Dónde estará Blacky? Imaginaban que de pronto, como hacía siempre, rasgaría con sus garritas la puerta de la entrada. O que lo encontrarían por allí, debajo de una cama o que quizá regresaría al día siguiente tras una noche de juerga. Pero no. Jamás volvió. Tengo la certeza de que a Blacky lo raptaron. Pasamos muchas semanas angustiados y tristes por el gran vacío que dejó en la casa aquel animalito.


Sandra y yo pensamos muchas veces entonces en el tremendo dolor de todos aquellos cuyos seres queridos (no un perrito) fueron secuestrados o desaparecidos. ¿Cómo puede dormir un padre o una madre, pensando en un hijo que no aparece? Cuando un ser querido muere, es doloroso. Pero lo es aún más cuando todo queda sumido en la niebla de la incertidumbre. Muchas madres se me han acercado para preguntarme por un hijo que se fue a la guerra y que nunca regresó. Pasada más de una década, ellas no pierden la esperanza.


Vemos a mis hijas y leemos las noticias sobre la muerte de tantos inocentes, niños y niñas. Y nos estremecemos y nos duele la estúpida defensa que leguleyos y “estrellas” de los derechos humanos hacen de los criminales. Debemos luchar para que en el país la vida vuelva a ser respetada como el más grande privilegio de Dios; para que el asesinato sea un hecho extraordinario y no un rito cotidiano; para que en El Salvador nadie sea secuestrado o desaparecido... ni siquiera los animalitos como Blacky.




 
 
 

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©2019 por Memorias en la web de Marvin Galeas.

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