Los Samuelitos: los niños de la guerra (parte I)
- Marvin Galeas
- 22 nov 2019
- 3 Min. de lectura
Las mejillas de Esmeralda, 14 años, parecían manzanas. Piel blanca, cabello castaño de mechones rebeldes, como rebelde era también su mirada. Delicadas curvas comenzaban a insinuarse en su silueta. Había nacido en la Villa del Rosario, al norte del río Torola en Morazán.
Tengo viva la imagen de Es-meralda en la víspera de su muerte. Yo era un recién llegado al frente de batalla y todo lo que veía me asombraba, sobre todo aquellas mujeres campesinas, tan niñas aún, enfundadas en ropas y arreos de combate. Ella estaba parada al lado de un cerco de piedras transmitiendo por radio un mensaje en clave, algo así como xilófono papa tango. Después se juntó con otras radistas para conversar y morirse de risa, quién sabe de qué.
Esa misma tarde, casi al anochecer, partió con su unidad de combate a guerrear. Al amanecer del día siguiente nos despertó el ruidaje de la batalla a los lejos. Ráfagas, explosiones, silbidos escalofriantes de morteros y obuses, los motores de los A-37, y el rumor de los helicópteros de ataque. En el campamento de la radio se recibían los informes sobre muertos y heridos para, después lanzarlos como noticias.
A media mañana de ese día, la posición asediada en las estribaciones del cerro Cacahuatique fue tomada por las fuerzas guerrilleras. Al mediodía bajé para almorzar y comentar la batalla. La cocina, generalmente una vieja casa abandonada, con hamacas colgando de las vigas y un fogón al fondo, era como un punto de encuentro para los que integraban las diferentes secciones del puesto de mando. Allí vi entonces las caras tristes de las radistas y la congoja en los ojos negros de Piedad, una mujer algo mayor, del equipo de cocina. La mamá de Esmeralda.
La niña había muerto en combate. Una larga, retorcida y filosa esquirla acabó con aquellos 14 años de vida. Era la segunda de los varios hijos que a Piedad se le iban a morir en combate. El primero había muerto en las montañas de Nicaragua, peleando contra Somoza. A mí, el recién llegado, con 23 años de edad, para quien la muerte ocurría sólo a desconocidos y muy de vez en cuando, me estremeció hasta los huesos.
Sentí que me había muerto un poquito y comprendí que la guerra no es una fotografía, ni un documental de propaganda, sino, como dice la canción un “monstruo grande y pisa fuerte toda la pobre inocencia de la gente”. Como Esmeralda había muchos niños más participando en diversas actividades de la guerra. Sus padres habían llegado a los campamentos de refugiados en Honduras, huyendo de las operaciones de yunque y martillo.
A la mayoría de ellos les enseñaron a leer con palabras como fusil, revolución, guerra y frases como patria libre o morir, el color de la sangre jamás se olvida.
La inocencia de niños se les transformó en clara decisión de matar o morir, y muy rápido pasaban de los cuadernos de la escuelita guerrillera a los fusiles. Algunos eran radistas, otros brigadistas (asistentes médicos) en las mismas líneas de fuego, otros eran miembros de unidades de combate. Los sobresalientes eran llamados a formar parte de las fuerzas especiales. Estos eran los legendarios “Samuelitos”.
El nombre les fue puesto así en homenaje a Doré Castro, cuyo seudónimo era Sa-muel, un adolescente originario de Morazán, que estudiaba en el Colegio Santa Cecilia de San Salvador, cuando se enroló en el Ejército Revolucionario del Pue-blo. Apenas había pasado la frontera de los quince años cuando fue parte del comando de fuerzas elites que penetró a la Fuerza Aérea, para destruir decenas de aviones en tierra. Una de las más audaces operaciones comando de la guerra.
Samuel era el más joven y el mejor de los comandos especiales de la guerrilla. Yo lo conocí en noviembre de 1983. El tenía entonces 17 años. Era delgado y de mediana estatura, cabello negro y largo; de ademanes sueltos y de amena conversación. No era la típica imagen del guerrillero al estilo del Ché. Más bien parecía un cantante del grupo Menudo, muy de moda en aquel año.
Murió en combate en el Cerro de Guazapa. Tras su muerte, la comandancia del ERP acordó que a los niños menores de 15 años integrantes de las fuerzas especiales les llamaría “Samuelitos”. Casi todos murieron en combate.

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