Los Samuelitos: Los Niños de la Guerra (Parte II)
- Marvin Galeas
- 29 nov 2019
- 3 Min. de lectura
Una mañana soleada de junio de 1985, las diferentes estructuras del frente oriental Francisco Sánchez fuimos convocadas para reunirnos en la cancha de fútbol del abandonado pueblo de Arambala. No se trataba de un partido de fútbol, sino de la primera graduación de fuerzas especiales de la brigada Rafael Arce Zablah.
La primera unidad de elite de la guerrilla en Morazán fue creada en 1981 por el comandante Jonás. Él mismo seleccionó y entrenó a los 18 combatientes que la llegaron a conformar. Entre ellos sobresalía Guadalupe, un campesino de tez morena, delgado y de unos 21 años. Su mirada usualmente humilde se le transformaba en mirada de lince y gesto fiero en combate. De sangre fría y puntería letal.
Pero el entrenamiento que Jonás les dio se fundamentaba más bien en mucho ejercicio físico, cuestiones básicas de infiltración y golpes de mano y sobre todo, en un trabajo de motivación sicológica e ideológica en el cual Jonás era un experto. Poco a poco, aquella legendaria unidad, se fue acabando con cada muerto. Los que sobrevivieron fueron parte de la nueva modalidad de fuerzas especiales.
Llegaron al frente de guerra dos chilenos que habían sido oficiales del ejército cubano. Uno se llamaba Antonio y el otro José Luis. Antonio nunca se adaptó a las duras condiciones de la lucha guerrillera y pidió que lo sacaran del frente. José Luis en cambio, cuya altura, cabello medio rubio y ojos azules le daban un aire de Paul Newman, estaba encantado. Parecía que en la guerra se sentía como sapo en charco.
José Luis era solitario y de pocas palabras. A las mujeres de la guerra se les alborotaban las hormonas cuado lo veían pasar con sus arreos de guerra. El, junto a los ex miembros de la fuerza elite de Jonás y otros comandantes seleccionó a los futuros integrantes de la unidad de 150 hombres, que en pocos meses iba a penetrar a los principales cuarteles del oriente del país. La mayoría de los escogidos eran niños de entre 12 y 16 años de edad.
Era más fácil formarlos ideológicamente y eran más delgados, pequeños y livianos para el desplazamiento y la infiltración en los cuarteles enemigos. Se los llevaron a un campamento escondido entre el norte del río Negro y la frontera con Honduras. Les dieron alimentación especial y cuidados médicos. La leyenda decía que les daban leche cruda de burra y de cabra, verduras silvestres y carnaza de perro.
Los entrenaron en las más sofisticadas técnicas especiales vietnamitas: cruzar campos minados, esconderse detrás de la nada, disfrazarse de piedras, matochos o pantes de leña, hacerse humo entre quebradas y zarzales, escalar altos muros, uso de explosivos y matar sin hacer ruido o en medio del infierno de las explosiones. Todo un curso para volverlos maestros del desastre.
Antes del acto de graduación, la cancha lucía solitaria. Por unos minutos pensamos que los nuevos combatientes se habían retrasado. De pronto un arbusto cerca de una portería cobró vida y se transformó en un pequeñín pintado de verde, lleno de ramas y armado con un fusil recortado. Luego un tronco quemado se movió y corrió a pararse junto al arbusto, de un hoyo salieron otros combatientes pintados de negro, y así durante un tiempo las cosas inanimadas de la naturaleza se transformaron en los 150 miembros de las flamantes fuerzas especiales.
Meses después aquella unidad hizo añicos las casamatas de los alrededores del cuartel del DM-4, en Gotera; penetró a los guarniciones de la Tercera Brigada de Infantería en San Miguel y del CEMFA en La Unión, aniquiló a una unidad completa en el cerro El Tigre. Tras cada combate, quedaba la humazón, el sangrerío, los miembros amputados de los heridos. Todo lo que hacían aquellos niños era fulminante, contundente, mortal.
En un reportaje de prensa se decía que un gran número de soldados muertos, tras los ataques de los temibles samuelitos, tenían varías heridas, comenzando en el abdomen y terminando en la yugular. Una vez le pregunté a uno de esos niños la razón de esas heridas y me contestó como quien relata un juego: “Es que como nosotros somos chiquitos no les alcanzamos de un solo el pescuezo, así que nos toca comenzar desde la barriga”. Confieso que se me enfrió el guarapo.
Casi todos los samuelitos murieron en combate. No hay monumentos. Hoy son para muchos recuerdos incómodos.

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